sábado, 5 de septiembre de 2009

Recuerdos

Alguien preguntaba: “¿Cuál es tu primer recuerdo?”. Y ella respondía: “No me acuerdo.”
Casi todo el mundo lo tomaba a broma, aunque algunos sospechaban que se hacía la lista. Pero ella lo decía en serio.
- Sé lo que quieres decir- decían los comprensivos, disponiéndose a explicar y simplificar-. Siempre hay un recuerdo detrás del primero que te impide llegar a él.
Pero no: ella tampoco quería decir eso. Tu primer recuerdo no era algo como el primer sujetador, o el primer amigo, o el primer beso, o el primer polvo, o el primer matrimonio, o el primer hijo, o la muerte de uno de tus padres, o la primera intuición súbita de la lancinante desesperanza de la condición humana; no era nada de eso. No era una cosa sólida tangible, que el tiempo a su manera despaciosa y cómica, pudiese decorar con detalles fantasiosos a lo largo de los años – un remolino vaporoso de niebla, un nubarrón, una diadema -, pero nunca eliminar.
Un recuerdo, por definición no era una cosa, sino... un recuerdo. Así la gente estaba segura de que recordaba una cara, un rodillazo que les habían propinado, un prado en primavera; un perro, una abuelita, un animal de algodón cuya oreja se desintegraba, ensalivada, de tanto mordisquearla; la gente rememoraba un cochecito de niño, la vista desde ese coche, la caída desde el coche y el golpe con la cabeza contra el tiesto que su hermanito había volcado para subirse encima y examinar al recién llegado (aunque muchos años después empezarían a preguntarse si aquel hermano no le habría arrancado del sueño y golpeado la cabeza contra el tiesto en un arranque primario de cólera fraterna...). La gente recordaba estas escenas con la mayor certeza, de forma incontrovertible, pero ella recelaba, dudaba de que no fuese un relato ajeno- fuera cual fuese su fuente y su intención -, un fantaseo ilusorio o el intento sigilosamente calculado de apresar el corazón del oyente entre el pulgar y el índice y pellizcarlo de suerte que la mordedura creciese hasta el brote del amor. Martha Cochcrane habría de vivir un largo tiempo, y en todos los años de su vida no encontraría nunca un primer recuerdo que, a su entender, no fuese falaz.

Así que ella también mentía.

Julian Barnes
Inglaterra, Inglaterra. 1999

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